Perteneces a un crimen, y lo maduras igualmente.
Lindas con una superioridad endemoniada,
con comisuras por las que se ausentan fluidos hipnotizantes.
Te despides del campo de batalla
con la soberbia de las antiguas emperatrices egipcias,
sin condescendencia, pero con un alo de melancolía,
con la brizna de necesidad que demandas.
Sin embargo nos dejas huérfanos hasta una segunda tanda,
aquella en la que nada es lo que era
y donde la mirada perdió su fuego,
apagado ahora en pos de la clemencia que precisabas.
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