Querubines vestidos de gorjeo
impetran al ingente ser
para que compadezca a su psique.
De la guisa más armoniosa
sin el más diminuto desacierto,
rondándose al cielo,
magreándolo, siendo parte de él,
insinuándose a un hombre
como a un mecanismo apto,
arrullando la sensibilidad
topada sólo en otros mundos
o en lo onírico.
Se atraca bandolera,
salmodiando, sonriendo su laurel,
con sus acólitos,
sus otras voces, sus instrumentos,
persuadiendo a su víctima,
seduciéndole hasta adaptarlo;
él cae rendido,
apresura incluso sus pasos hacia ella,
sonríe, ríe, enloquece, desfallece.
Abrazados, hacen un amor tanático,
tibio, oscuro, presenciado por la pesadumbre y la gloria.
La mano deja de rubricar, la solidez se evapora,
el mundo liquida en este preciso momento
el traslado hacia el carro de la armonía.
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